Francisco Martínez, Socio de Brinca
A propósito del 21 de abril que las Naciones Unidas han declarado como el Día mundial de la Creatividad e Innovación, nunca olvidaré la primera vez que realmente me pregunté qué significaba la innovación. Era el año 2009 y me encontraba en Alemania realizando un intercambio universitario en la ciudad de Heidelberg. Como joven sociólogo (quizás algo idealista), había viajado con la intención de estudiar a renombrados críticos sociales alemanes que se balancean en un frágil equilibrio entre las ciencias sociales y la filosofía.
Pero entre los cursos disponibles encontré algo inesperado: una asignatura electiva llamada “Sociología de la Creatividad y la Innovación”. Aún no lo sabía, pero la Unión Europea había declarado el 2009 “El Año de la Creatividad y la Innovación” y este curso, que no se repetiría, era una de las actividades con que la universidad se unía a la celebración. Viniendo de Chile y con cinco años de sociología al cuerpo, ¡esto era realmente novedoso! Nunca antes me había planteado que la innovación era una de las claves del progreso económico y social, o que detrás de los avances tecnológicos hay organizaciones complejas y procesos sociales esenciales. Esto resultó ser más que una provocación pasajera, abrió también una nueva perspectiva profesional: 12 años más tarde trabajo liderando proyectos de transformación en Brinca, donde desarrollamos capacidades de innovación en empresas y organizaciones de toda Latinoamérica.
Son muchos los que miran con incredulidad estas ocasiones como el Día de la Innovación, el Día de la Sustentabilidad o el Día de la Transformación digital. Pero mirando atrás puedo entender su impacto real: su efecto está justamente en destacar que lo que celebramos con un día, una semana o un año, suele estar tristemente ausente el resto del tiempo. Como estudiante, gracias al Año de la Creatividad y la Innovación pude percatarme de la notable carencia de estos conceptos en mi formación como cientista social. Un juego similar de contrastes ocurre en las empresas.
En general, las empresas más innovadoras no celebran un “Día de la Innovación”, no lo necesitan. Pero las compañías que están madurando su cultura creativa se benefician enormemente de quebrar la rutina, llamar la atención de sus colaboradores, inspirarlos y hacerlos reflexionar sobre el rol (o ausencia) de la innovación en sus trabajos cotidianos. Es un momento para cambiar paradigmas mentales profundamente arraigados: demostrar que el cambio puede ser oportunidad en lugar de riesgo y que el esfuerzo en innovación es una inversión y no un gasto. Es un ritual necesario para gestionar el cambio de una cultura tradicional hacia una cultura innovadora. Aunque sea un solo día en todo el año, un mísero 0,4% (calculando sobre nuestros días laborales), esta celebración termina valiendo la pena.
Y esto es, finalmente, la paradoja del Día de la Innovación: celebramos justamente porque reconocemos que ni la creatividad ni la innovación reciben a diario la importancia que merecen, mientras al mismo tiempo, guardamos secretamente la esperanza que en el futuro este día no será necesario.