Por Daniela Toro, sicóloga del Centro Clínico del Ánimo y Ansiedad.
La corrupción es uno de los problemas más significativos a nivel mundial, afectando los ámbitos psicológico, social, económico y político. Se define como “el abuso de poder encomendado para beneficio personal”. Al hablar de ella nos referimos al mal uso que hace un funcionario de su autoridad y derechos que le han sido confiados, contrario a los principios morales y la ley.
Cuando este comportamiento se vuelve un patrón arraigado en un sistema, hablamos de corrupción sistémica. Esta afecta la calidad de los bienes y servicios, genera desconfianza en las instituciones, y sesga las políticas públicas en favor de unos pocos.
Tiene una naturaleza sistémica y causa daños significativos en el desarrollo de una sociedad, debilitando la confianza pública en las instituciones y sesgando la formulación de políticas públicas en beneficio de unos pocos.
El psicólogo español Luis Muiño sostiene que “la corrupción es un comportamiento humano histórico que se contagia por imitación, al igual que la anticorrupción y la indignación”.
La prestigiosa revista médica internacional The Lancet afirma que “La mayor amenaza para el futuro de la salud en el mundo”. Por su parte, Luis Fernández, de la Universidad de Santiago de Compostela, señala que “el ser humano tiene una tendencia biológica a la corrupción, y que el entorno, la oportunidad y la personalidad facilitan este comportamiento cuando se priorizan los intereses personales sobre el bien común y la ley”.
A nivel psicológico, la corrupción genera presión, activando el sistema de alarma del cerebro y causando estrés, ansiedad e incertidumbre. A largo plazo, estos efectos pueden derivar en enfermedades, depresión y desánimo. Además, existe una relación negativa significativa entre la corrupción percibida y la felicidad, afectando el bienestar emocional de las personas y la confianza en los demás y como una dificultad que afecta sus derechos y el crecimiento de un país.
También pueden aparecer sentimientos de rabia, cólera y decepción, que pueden llevar a actos violentos y descontrolados. La impunidad agrava estos efectos al generar una sensación de inseguridad, contribuyendo a un estado de fatalismo, frustración y angustia en la sociedad. Esto, sumado a la pérdida de valores, puede llevar a un estado de anomia, lo cual implicaría perder nuestros valores y dañar nuestra salud mental.
Los individuos con poder son más propensos a actuar de manera corrupta cuando perciben que no serán castigados o que el daño de sus actos es indirecto. Personalidades narcisistas o psicopáticas tienen una mayor predisposición a la corrupción. En cambio, la culpa puede inhibir estas conductas.
La prevención de la corrupción requiere sinergia entre todos los sectores y miembros de la sociedad, que incluya la educación en valores desde la niñez, fomentando la integridad y el respeto desde el entorno familiar. El hecho que un individuo crezca en un ambiente de amor, respeto e integridad, contribuye a la construcción de una sociedad de bases más robustas y sanas y menos proclive a los actos de corrupción y aceptación de aquellos.
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