Dr. Claudio Garrido Sepúlveda, académico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Católica del Maule.
Corría el año 1842 y los lectores de la prensa chilena seguían atentos la trama de una serie de controversias idiomáticas que protagonizaban intelectuales de la época de la talla de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento. Había, entonces, una preocupación mediática por la manera en que la normativa sobre la lengua, en general, o las convenciones ortográficas, en particular, podía impactar la educación en las noveles naciones americanas. En efecto, no sorprendía que profesores de gramática castellana como José María Núñez, del Instituto Nacional, tomaran la palabra en más de un semanario con el fin de aducir tal o cual perspectiva idiomática en disputa. Si bien, la discusión muchas veces se reducía a abogar por el estatus correcto o incorrecto de palabras como adolorido —frente a dolorido—, a la vez existía una profunda conciencia respecto de que la lengua española era igualmente un patrimonio americano y chileno, por lo que cabía incluso pronunciarse sobre el devenir del idioma desde estas latitudes tan australes. Esto explica que por más de ochenta años Chile haya adoptado una norma ortográfica divergente de la propugnada por la Real Academia Española, desde los señoriales salones de la calle Felipe IV en Madrid.
Los tiempos, la prensa y las generaciones han cambiado, pero el afán por disentir y por aguzar la controversia nos devuelve a los filólogos cada tanto en tanto el placer de ver contenidos de lengua viralizados urbi et orbi. Tal es el caso de la reciente polémica que concitó el periodista y escritor español, Arturo Pérez-Reverte, cuando el pasado 3 de marzo cuestionó la precisión de algunas informaciones difundidas por @RAEinforma. En dicha cuenta de Twitter, que opera bajo la dirección del lingüista Salvador Gutiérrez Ordóñez, se aludió a que la próxima edición del Diccionario Panhispánico de Dudas clarificará la redacción de la Ortografía de la Lengua Española (2010). Recordemos que hace trece años esta obra eliminó la tilde diacrítica del adverbio solo y de los pronombres demostrativos ese, este y aquel, así como sus femeninos y plurales. Básicamente, la tilde en cada una de estas palabras sigue siendo desaconsejada por la institución, aunque se acepta la legitimidad de tildarlas como un recurso opcional de desambiguación, es decir, en aquellos casos en que, a juicio de quien escribe, se detecta una doble interpretación. A modo de ejemplo, enunciados del tipo “Encontraron aquellos árboles de gran tamaño” podrían, opcionalmente, acoger la tilde, puesto que, a falta de contexto, la unidad aquellos sería analizable como pronombre demostrativo en función de sujeto (aquéllos) o bien como determinante (aquellos) de la frase árboles de gran tamaño.
Sin embargo, el aparentemente inofensivo tuit se derramó como balde de agua fría sobre Pérez-Reverte —y no precisamente en verano—, puesto que, a tenor del académico, el pleno de la RAE no habría acordado un mero ajuste en la redacción de la regla ortográfica, sino que, por el contrario, habría aprobado una modificación importante sobre esta tilde. Su arremetida contra Gutiérrez Ordóñez, a quien calificó de “anti-tildista”, reactivó una antigua pugna entre escritores —el sector más conservador y “pro-tilde”— y filólogos —el grupo más liberal y “anti-tilde”— en cuanto a dejar el adjetivo solo sin o con acento gráfico. Los ríos de caracteres fluyeron a raudales por las redes sociales y los usuarios hicieron de su lengua una espada con la que esgrimieron argumentos en favor o en contra del signo (´).
No es mi propósito, en esta columna de opinión, reseñar tales argumentos y refrendar la perspectiva mejor fundamentada. Antes bien, además de aclimatar el debate a nuestro contexto nacional, me interesa redirigir la atención a una arista que va más allá de las tildes y que, eventualmente, podría suscitar nuevos y necesarios debates, tal como ocurría en las aludidas controversias filológicas del siglo XIX. Sucede que en Chile estamos —cuando menos— en una preocupante desventaja a la hora de polemizar sobre tildes en adjetivos, adverbios y pronombres, o cuando se trata de opinar sobre ambigüedades sintácticas, puesto que nuestro sistema educativo sigue relegando y concibiendo la enseñanza gramatical apenas como un ítem de utilidad para el fortalecimiento de la escritura y de la comprensión lectora. Una buena evidencia de tal desventaja es que mientras nuestros estudiantes que rinden la prueba de acceso a la universidad pasan horas resolviendo mortecinas preguntas de comprensión lectora, los estudiantes españoles se enfrentan —entre otras cosas— a dinámicos desafíos gramaticales que estimulan precisamente el pensamiento crítico sobre su lengua: su principal herramienta para verbalizar el aprendizaje en el contexto universitario. En Chile aún carecemos de directrices que visibilicen la gramática como la misma esencia que da forma a nuestros pensamientos y que acentúen el carácter patrimonial de nuestra lengua, no la de la RAE, sino la del feriante, la de la abuela, la del pescador, la del temporero. Si bien la decisión de tildar o no tildar solo podrá definirse en un “tormentoso” pleno académico de Madrid, el debate público nos está legando el hecho de que pensar en la lengua es un acto democrático, porque —como diría Ignacio Bosque— la lengua nos pertenece. Por tanto, docentes, conviertan sus aulas en una trinchera gramatical y permitan que sus estudiantes catapulten o rediman las tildes, con tal de redescubrir aquellos adjetivos, adverbios y pronombres que creían que solo los podía producir un manual de la RAE.
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